lunes, 10 de septiembre de 2012

La bofetada.

Leyendo la novela de Christos Tsiolkas, La Bofetada, me pongo a meditar sobre el inmenso paso adelante que ha supuesto la prohibición del castigo corporal, practicado desde hacía tantos siglos.
Lejos de mí la intención de revelaros la intriga de la novela, sólo subrayaré lo que cualquier futuro lector sabe de entrada: durante una barbacoa, un niño de tres años (indisciplinado, violento y grosero) amenaza a un niño mayor con un bate de base-ball. El padre de este le pega una bofetada al pequeño, pero sus padres le denuncian por abuso (él, un alcohólico ausente, y ella, una madre excesivamente protectora y permisiva). A partir de este suceso, los invitados a la fiesta están obligados a tomar partido.
Confieso que me ha costado mucho encontrar un personaje simpático en este libro, pero he podido reflexionar sobre el problema que plantea.
Me parece evidente la incoherencia de querer enseñar una buena actitud (no pegarás) pegando. Deja patente el error del padre brusco (aunque la bofetada se practicó durante siglos, con las mejores intenciones).
Dicho esto, si bien puedo fácilmente concebir el malestar o la cólera de los padres del niño abofeteado, me quedo, sin embargo, boca abierta delante de su mala fe y la negación total del acto violento de su hijo (blandir un bate de base-ball).
Esta historia acontece en Australia y pone en tela de juicio un tipo de sociedad que criminaliza lo que sea en nombre de la justicia, como muchos países anglo-sajones, desgraciadamente (el fenómeno se está expandiendo aquí también, por cierto). De allí las numerosas denuncias que no hacen otra cosa que estorbar la justicia: ¿debemos denunciar a un hombre por una mirada lasciva o un comentario soez (considerados como acoso)? ¿Debemos acabar en prisión por una bofetada?
Estamos, a mi entender, delante de una sociedad enferma de sus reglas que, queriendo evitar todo obstáculo, acaba criminalizando actos (ciertamente desagradables) sacándolos de su contexto. Se trata de una sociedad donde la ley (el hiperlegalismo, mejor dicho) ha vencido al espíritu crítico, negando así la flexibilidad y creando, de paso, víctimas, no personas. Imaginados, como mujer, gritar y correr a la policía cada vez que un hombre os lanza un comentario soez... Eso implica, pues, que no os podéis “defender” solas por ser mujer y que necesitáis el amparo constante de la ley. Se llega así a infantilizar a una población o a un grupo que, a falta de libre albedrío, se vuelve sistemáticamente víctima de todo y nada.
Las culturas (¿son culturas de verdad?) donde la ley es trascendental en el sentido de Kant (es decir que constituye una condición a priori de la experiencia, la cual, por lo tanto, existe más allá de lo concreto) derivan más que las sociedades empíricas (basadas en la experiencia), más flexibles (pero no exentas de defectos).
Este tipo de comportamiento lleva a una paranoia colectiva peligrosa y debilita a los más débiles, ya que su único recurso es la ley, no su propia aptitud a resolver un conflicto, dejándoles sin criterio (la ley piensa por ellos) ni libre albedrío; les convierte en víctimas constantes e inútiles. Se llega, pues, a una especie de paternalismo legalista.
Entendámonos: me parece justa la moral como principio trascendental (no me explayo en esto), pero si uno quiere ser justo, justamente: ¿debe entonces estorbar a la Justicia por pequeñeces?
No estoy haciendo apología de la bofetada, de ninguna manera. Estoy contenta de la abolición del castigo corporal (tanto como estoy satisfecha de las leyes contra el acoso sexual), lo que sí denuncio son las múltiples derivas y consecuencias a veces nefastas, sobre las cuales deberíamos meditar, con el fin de llegar realmente a la gran y anhelada idea de Justicia.
Allí donde la ley ayuda a poner orden en el caos humano, ¿puede decentemente (por no decir justamente) uno criminalizar todos los actos e instaurar así aún más caos? Porque de esto se trata: al buscar principios superiores por todas partes, ya no los hay en ninguna parte. Al criminalizar todo, el crimen más horrible se banaliza. Al ir a juicio por pequeñeces, los tribunales se vuelven incompetentes y desbordados. Nos volvemos, pues, como Ulises, en busca de la hogareña y calurosa Ítaca, desorientados entre Escila y Caribdis.

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