viernes, 15 de febrero de 2013

Los padres de hoy ya no son lo que eran.




Siempre me llaman la atención las diversas opiniones en cuanto a la educación de los niños y la enseñanza en general.
Se repite incansablemente que la juventud de hoy no es lo que era.
Como profesora, tengo que decir que a veces me asusto de verdad cuando veo la poca base que algunos (¿muchos?) tienen y sobre todo, el escaso interés por el estudio. Pero, bueno, ahí estamos los “profes” para paliar esta laguna... ¿o no?
He enseñado diversas materias a alumnos de todas las edades  y tengo que decir que son los adolescentes los más reacios al aprendizaje, tanto intelectual como “emocional” y social. Desespera más de uno y lo entiendo. Por eso intento recordar mi propia adolescencia y pensar que es sólo una etapa.
Por lo tanto, me gustaría dejar un cosa bien clara: no pienso que aquel problema fuera nuevo y que antes, todos los alumnos estudiaran con interés y silencio. Si recuerdo bien, Platón ya se quejaba de la juventud de su época. Tampoco pienso que los docentes seamos peores que los de antes. No obstante, una cosa sí ha cambiado: la mirada de los padres hacia nosotros.
Antaño, lo que decía el maestro iba a misa (aunque se equivocara). Hoy, diga lo que diga, muchas veces, es considerado como un peón que sólo ha de poner excelentes a los vástagos bajo el falso pretexto que todos son genios incomprendidos. Ese peón no merece a veces ni respeto, ya que tiene muchas vacaciones y tiempo libre y un diploma considerado socialmente inferior.
En cuanto al diploma, argumentaré que dominar una cantidad a veces enorme de materia (sea la que sea) y combinarlo todo con estrategias pedagógicas no es de lo más fácil, que digamos. A mí no me consta que me hayan regalado mi diploma y a mis compañeros tampoco, dicho de paso. Ese diploma es, en nuestro caso, sola y únicamente el principio de un proceso, ya que se ha de leer y aprender cada día para avanzar.
En cuanto a la facilidad de ese trabajo y a las famosas vacaciones, precisaré que en mi caso una hora de clase equivale a 4 horas en recepción de un camping en pleno verano (lo experimenté)  por lo que concierne el cansancio fisico-mental.
Ahora bien, eso no es nada, sólo gajes del oficio...
Lo que sí es importante es recordar que los niños siguen igual de problemáticos, ruidosos o perezosos (cada uno a su manera, en función de su edad y condición, blablabla); los que sí han cambiado un poco han sido sus padres.
Muchos de ellos ya no quieren una evaluación “objetiva” de su hijo, quieren oír que han dado a luz a un clono de Albert Einstein.
Dejémoslo claro: hay malos profesores como hay malos médicos o malos abogados (¿sigo?) pero parece que todos se acuerdan siempre del mal profesor y no del mal médico. Será que nadie quiere parecer estúpido, me hago cargo.
En muchos casos, me da la impresión que hemos llegado a una sociedad políticamente correcta hasta la exageración: el docente ha de ser perfecto y saberlo todo (¡vaya vaya!) y si los demás no son perfectos, que se aguante él, ya que tiene tiempo para superarlo.
Ya se ve que no podemos decir nada a un alumno (no digo ni tocarlo, yo tampoco estoy a favor del castigo corporal ni tampoco de los insultos, que conste) y que, en algunas escuelas, suspender ya se vuelve toda una hazaña. Parece como si algunos padres no pudieran soportar la opinión que tenemos de sus hijos. Da que pensar...
Parece también que todos saben de enseñanza, menos los docentes.
Aquella desconfianza sí mina el proceso de aprendizaje porque la base de ese proceso (que no siempre debe ser intelectual pero que tiene mucho que ver con las aptitudes sociales) ha de partir de la “ignorancia” y de la humildad para llegar al “conocimiento” o la “sabiduría”. Pero ¿qué podemos enseñar nosotros si ellos lo saben todo mejor? ¿Qué valor tiene un “castigo” si algunos padres lo ponen en tela de juicio?
Dicho de otro modo: si lo padres (NO TODOS, ¡¡¡VALE!!!) no confían en nosotros (como confían en su médico por ejemplo), los niños tampoco lo harán. De allí, más tensión en el aula. Y que lo digan...
Me alegro que ahora se valore más a los niños y no les consideremos sólo como monos de feria o personitas sin sensibilidad. Sin embargo quisiera subrayar que autoestima elevada (imprescindible) no significa arrogancia (opcional) y que la pretendida inteligencia superior  no quita la “educación”. Tal como dice mi madre (que trabaja en un instituto): “En la escuela, hay 1300 alumnos, pues 1300 genios... eso no les da permiso para ser groseros”. En otras palabras: mi hijo es, a mi entender, la persona la más maravillosa del mundo, pero cuando su maestra se queja de él, tiene que pedir perdón en el acto, ¡eso no es negociable!
Añado que no descarto que la escuela sea una institución retrógrada y mal organizada, poco de acorde con las generaciones actuales o futuras. En todo caso, es mejorable, como lo es el sistema sanitario o la justicia, ni más ni menos.
Doy las gracias a los padres que confían en nosotros y comprenden que sus hijos han de conocer gente diferente para poder avanzar en este mundo. No hay profesor “à la carte” y si así nos “queréis”, comprados un ordenador. Doy igualmente las gracias a los padres que no sobreprotegen a sus vástagos con el fin de evitarles cualquier disgusto y que nos dejan hacer nuestro trabajo (Yo también  a veces soy políticamente correcta).
Me voy, tengo que hablar con la “seño” de mi hijo: a ver si será un genio comprendido o incomprendido...

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