Mirando La vida es bella de Begnini, no dejo de pensar
que no se debe entender como una visión, aunque edulcorada, de los campos de
concentración, sino como una pregunta fundamental: ¿hay que decir la verdad a
los niños y dejarles ver el horror de la vida?
En el mejor de los casos, cada padre contestará a esta pregunta
y dejará o mirar cualquier programa de tele a sus vástagos.
Sin embargo, si esos padres deben explicar la guerra, las
bombas que caen, las torturas y los asesinatos de los familiares, ¿cómo lo
harán?
Observamos en la película, que Begnini (más bien el autor de la
novela que inspiró el largometraje, Vincenzo Cerami) eligió de presentar la
desdicha y la muerte como un juego para preservar la inocencia del niño, hijo
del protagonista.
Esta parábola no deja de ser un planteamiento fundamental para
una sociedad o una familia: ¿hasta
qué´punto se debe decir la verdad a los niños, hasta cuándo preservar su
"inocencia"? Sabemos que bastantes males provienen de la sobreprotección
(desgraciadamente muy de moda hoy en día) que conlleva infantilismo hasta
edades avanzadas y que produce individuos completamente alejados de la
"realidad" y con lagunas de comunicación enormes. Sabemos también que
otros muchos males provienen de la falta de apoyo, de la indiferencia o dejadez
de la familia hacia las emociones o los miedos de sus hijos. Por mi parte, creo
que el desafío de cada progenitor es de proteger a sus hijos, dándoles al mismo
tiempo recursos para asimilar la realidad, según su edad, sensibilidad y ritmo.
Lamento que tantos niños no puedan ser "niños" ni puedan vivir sin
preocupaciones de adultos, como ocurre en los numerosos países que están en
guerra o como los hay también en nuestra sociedad que les obliga a veces a asumir roles que no les
corresponden. Lamento también que haya adultos que no hayan crecido
emocionalmente por haber sido ignorados en su infancia.
Es importante aquí resaltar el consuelo que otorga la
imaginación para aguantar situaciones difíciles u incluso extremas. Jamás
dejaremos a los niños expresar y volar la imaginación lo suficiente con el fin
de asimilar mejor sus vivencias traumáticas.
Ignoro si Cerami se inspiró en alguna anécdota o en personaje reales
para crear al padre Guido pero su brillante idea me recuerda las de un médico-escritor
judío-polaco llamado Janusz Korzcack (de su verdadero nombre Henry Goldszmitz):
Este pedagogo profesaba un respeto total hacia el niño y un deber genuino de
alejarle del mal. Durante la segunda guerra mundial, cuidaba de los huérfanos
judíos del gueto de Varsovia cuando le ofrecieron huir mientras "sus"
niños serían conducidos al campo de concentración de Treblinka. El rehusó la
propuesta repetidas veces y, como el Guido de la película, presentó el viaje en
tren como una excursión bonita que realizararon cantando. Ya que la situación
no tenía remedio, mejor sonreír, debió pensar... La sorpresa de los soldados
nazis fue, pues, muy grande cuando oyeron a 200 niños cantando al entrar en
aquellos tristes vagones.
Desde que leí sobre la vida de Korzcack, su figura no deja,
entonces, de fascinarme y sigo pensando que, si de Emile Zola se dijo que
"fue un momento de la conciencia humana" (por su papel relevante en
el caso de Alfred Dreyfus), aquel médico debió ser, pues, como mínimo
"unas horas de la conciencia humana" porque no dejó de repetir a
niños "condenados" que la vida era bella, ya que, según él, "el
lazo más fuerte que tenemos con la vida se expresa en la sonrisa de un
niño"”
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