Siempre me llaman la atención las diversas opiniones en
cuanto a la educación de los niños y la enseñanza en general.
Se repite incansablemente que la juventud de hoy no es lo
que era.
Como profesora, tengo que decir que a veces me asusto de
verdad cuando veo la poca base que algunos (¿muchos?) tienen y sobre todo, el
escaso interés por el estudio. Pero, bueno, ahí estamos los “profes” para
paliar esta laguna... ¿o no?
He enseñado diversas materias a alumnos de todas las
edades y tengo que decir que son los
adolescentes los más reacios al aprendizaje, tanto intelectual como “emocional”
y social. Desespera más de uno y lo entiendo. Por eso intento recordar mi
propia adolescencia y pensar que es sólo una etapa.
Por lo tanto, me gustaría dejar un cosa bien clara: no
pienso que aquel problema fuera nuevo y que antes, todos los alumnos estudiaran
con interés y silencio. Si recuerdo bien, Platón ya se quejaba de la juventud
de su época. Tampoco pienso que los docentes seamos peores que los de antes. No
obstante, una cosa sí ha cambiado: la mirada de los padres hacia nosotros.
Antaño, lo que decía el maestro iba a misa (aunque se
equivocara). Hoy, diga lo que diga, muchas veces, es considerado como un peón
que sólo ha de poner excelentes a los vástagos bajo el falso pretexto que todos
son genios incomprendidos. Ese peón no merece a veces ni respeto, ya que tiene
muchas vacaciones y tiempo libre y un diploma considerado socialmente inferior.
En cuanto al diploma, argumentaré que dominar una cantidad a
veces enorme de materia (sea la que sea) y combinarlo todo con estrategias
pedagógicas no es de lo más fácil, que digamos. A mí no me consta que me hayan
regalado mi diploma y a mis compañeros tampoco, dicho de paso. Ese diploma es,
en nuestro caso, sola y únicamente el principio de un proceso, ya que se ha de
leer y aprender cada día para avanzar.
En cuanto a la facilidad de ese trabajo y a las famosas
vacaciones, precisaré que en mi caso una hora de clase equivale a 4 horas en
recepción de un camping en pleno verano (lo experimenté) por lo que concierne el cansancio
fisico-mental.
Ahora bien, eso no es nada, sólo gajes del oficio...
Lo que sí es importante es recordar que los niños siguen
igual de problemáticos, ruidosos o perezosos (cada uno a su manera, en función
de su edad y condición, blablabla); los que sí han cambiado un poco han sido
sus padres.
Muchos de ellos ya no quieren una evaluación “objetiva” de
su hijo, quieren oír que han dado a luz a un clono de Albert Einstein.
Dejémoslo claro: hay malos profesores como hay malos médicos
o malos abogados (¿sigo?) pero parece que todos se acuerdan siempre del mal
profesor y no del mal médico. Será que nadie quiere parecer estúpido, me hago
cargo.
En muchos casos, me da la impresión que hemos llegado a una
sociedad políticamente correcta hasta la exageración: el docente ha de ser
perfecto y saberlo todo (¡vaya vaya!) y si los demás no son perfectos, que se
aguante él, ya que tiene tiempo para superarlo.
Ya se ve que no podemos decir nada a un alumno (no digo ni
tocarlo, yo tampoco estoy a favor del castigo corporal ni tampoco de los
insultos, que conste) y que, en algunas escuelas, suspender ya se vuelve toda
una hazaña. Parece como si algunos padres no pudieran soportar la opinión que
tenemos de sus hijos. Da que pensar...
Parece también que todos saben de enseñanza, menos los
docentes.
Aquella desconfianza sí mina el proceso de aprendizaje
porque la base de ese proceso (que no siempre debe ser intelectual pero que
tiene mucho que ver con las aptitudes sociales) ha de partir de la “ignorancia”
y de la humildad para llegar al “conocimiento” o la “sabiduría”. Pero ¿qué
podemos enseñar nosotros si ellos lo saben todo mejor? ¿Qué valor tiene un
“castigo” si algunos padres lo ponen en tela de juicio?
Dicho de otro modo: si lo padres (NO TODOS, ¡¡¡VALE!!!) no
confían en nosotros (como confían en su médico por ejemplo), los niños tampoco
lo harán. De allí, más tensión en el aula. Y que lo digan...
Me alegro que ahora se valore más a los niños y no les
consideremos sólo como monos de feria o personitas sin sensibilidad. Sin
embargo quisiera subrayar que autoestima elevada (imprescindible) no significa
arrogancia (opcional) y que la pretendida inteligencia superior no quita la “educación”. Tal como dice mi
madre (que trabaja en un instituto): “En la escuela, hay 1300 alumnos, pues
1300 genios... eso no les da permiso para ser groseros”. En otras palabras: mi
hijo es, a mi entender, la persona la más maravillosa del mundo, pero cuando su
maestra se queja de él, tiene que pedir perdón en el acto, ¡eso no es
negociable!
Añado que no descarto que la escuela sea una institución
retrógrada y mal organizada, poco de acorde con las generaciones actuales o
futuras. En todo caso, es mejorable, como lo es el sistema sanitario o la
justicia, ni más ni menos.
Doy las gracias a los padres que confían en nosotros y
comprenden que sus hijos han de conocer gente diferente para poder avanzar en
este mundo. No hay profesor “à la carte” y si así nos “queréis”, comprados un
ordenador. Doy igualmente las gracias a los padres que no sobreprotegen a sus
vástagos con el fin de evitarles cualquier disgusto y que nos dejan hacer
nuestro trabajo (Yo también a veces soy
políticamente correcta).
Me voy, tengo que hablar con la “seño” de mi hijo: a ver si
será un genio comprendido o incomprendido...