lunes, 19 de enero de 2015

De lenguas y otras barbaridades.

Varias polémicas sobre la comprensión de los idiomas me han inspirado reflexiones que quería compartir.
Como profesora de idiomas, es una rama que, obviamente, me llama mucho la atención.
No entraré en detalles para insistir en el hecho de que oído musical y lingüístico son hermanos muy próximos, lo cual no significa que los músicos sean necesariamente buenos en idiomas ni que los poliglotas sean buenos músicos.
Siempre me pregunto porque, cuando sabemos que el mayor porcentaje de la comunicación es gestual y no verbal, tan poca gente logra entender otro idioma.
Para empezar, creo que nuestro oído no está acostumbrado a oír a los demás (no digo ni escuchar). Nuestra sociedad nos orienta, desgraciadamente, hacia un entendimiento muy diferente...
No hace falta precisar que hay gente más dotada por las lenguas y otra por la matemática. No se trata de juzgar ni a una ni a otra (tampoco de investigar el por qué de este fenómeno) si no de intentar establecer las bases de un mejor aprendizaje. Os confieso mi nulidad congénita en matemáticas (cosa que, en su tiempo, ha mortificado a mi familia), lo cual no me impide sumar, restar y demás, aunque básicamente. ¡Qué remedio!
De hecho,, un factor determinante en el aprendizaje de los idiomas es el factor vergüenza: ¿por qué no nos gusta aprender nuevas lenguas? Porque, según nuestros parámetros, nos hace volver niños estúpidos que balbucean haciendo el ridículo, equivocándose frente al grupo “que sabe”. Todos queremos dar la impresión que controlamos  y que lo sabemos todo. Hablar otro idioma es admitir que no lo sabemos todo, que no controlamos nada (o poco) y que estamos intentando producir un sonido que nuestra boca no reconoce. Nos “barbarizamos”, según los griegos que tachaban de bárbaros (extranjeros) todos los que no hablaban griego. El día que nos demos cuenta de que todo eso no tiene importancia alguna y dejemos reír los necios, aprenderemos algo de idioma... Os lo dice vuestra servidora, que se enfrenta a este fenómeno cada día, abriendo la boca de manera poco agraciada para intentar producir alguno que otro sonido que no sean franceses.
A mi entender, otro argumento fundamental es el hecho de que casi todos pensamos que nuestro idioma, por ser el primero aprendido, es el único que vale la pena aprender ( ¡a veces, ni siquiera!) porque le vemos como “superior”. Allí interviene el papel de la ideología y de la política mezclados con la ignorancia lingüística: cuantas veces no he oído en mi país que cierta lengua es bonita y otra no; cuantas veces he visto a otra gente vecina defender su idioma por desarrollar más el cerebro por  su gramática complicada o “lógica”(¿acaso existe gramática fácil? ¿Desde cuándo un idioma ha de ser “lógico”, estamos en la clase de mates o qué?); o cuantas veces vosotros habéis oído que no hacía ninguna falta aprender más idiomas ya que ya habláis un idioma muy expandido; o mejor, ¿cuántas veces habéis oído que hablar castellano debería estar prohibido por estar en Cataluña y, al revés, ¿para qué molestarse en aprender catalán? Ya que estamos en España... ¿Sigo?
No hace falta que precise esos ejemplos de estupideces e ignorancia. Sólo diré una cosa: no existe ningún idioma superior a otro y si, alguna vez, alguien tiene la cara de pretenderlo, acordaos cual es la ideología que esa persona intenta defender y veréis su mala fe...
O sea que: otro factor importante es la humildad. Existen otras maneras de expresarse, la gente estructura el mundo de una forma distinta y aceptarlo es un paso sine qua non.
Lo que nos enseñan esos idiomas es más que gramática, lingüística o comunicación: es que el mundo es complicado y que ponernos al nivel de los bárbaros para intentar entenderlo mejor (el mundo) no es ninguna vergüenza. Es más, es casi una hazaña, es como llegar a decir: “con mi idioma nativo, he aprendido UNA manera de ver el mundo. Sin embargo aprendiendo otro idioma (SEA CUAL SEA, os veo venir...), aprendo más maneras de acercarme a la “realidad”, ajusto mis esquemas mentales a los de otros y a ver si me vuelvo más “flexible”.
Puede sonar muy filosófico, idealista o rebuscado, (¡ojalá los que aprendemos idiomas seamos mejores personas!). No digo que siempre pensamos eso durante el estudio de una lengua. Sin embargo, es como un paso previo imprescindible, aunque muchas veces inconsciente, que damos.
Por fin, sólo quiero decir que el aprendizaje lingüístico nos permite volver a mirar el mundo como niños vírgenes de experiencias. No perdamos, por favor, eso de vista porque es una gran prueba de humildad, virtud que, como bien sabemos, escasea.

martes, 6 de enero de 2015

Entre fiestas y aguafiestas.

En este preciso instante, medito como cada año sobre la época festiva que nos llega, es decir, sus majestades los Reyes Magos, que fueron precedidos por el Caga Tió o Papa Noel.
Muchos viven este periodo del año con ilusión y otros consideran que la mentira que hacemos tragar a nuestros vástagos se vuelve más gorda cada año.
Ante tanto despliegue de lo comercial, no dejo de preguntarme quienes se benefician realmente de la festividad de los Reyes (a parte, desde luego, de los comercios).
Los padres hacemos regalos en estas fechas tan concurridas, cierto, aunque me temo que los que realmente regalan ilusión no son ni los Reyes ni los padres, sino los niños mismos.
Creo, efectivamente, que todas estas estratagemas para mantener la inocencia de los hijos, y que se traguen la mentira del siglo con la supuesta intención de que sean felices, tiene un único fin: hacer felices a sus padres, que sigan pensando que sus pequeños son inocentes y crédulos. Como si sus caras maravilladas (y engañadas) nos tranquilizaran. ¿Será que queríamos nosotros también seguir creyendo que un anciano con barba nos recompensará por ser buenas personas?
Algunos adultos hasta dicen que ya no disfrutan de los regalos una vez sus hijos/sobrinos/nietos saben el secreto. Ello, de hecho, dice más del adulto que del pequeño.
Los padres queremos que los vástagos sean inocentes y, si no, que hagan como si lo fuesen. Como consecuencia,  mucho niños optan por dejar creer a sus padres que todavía no conocen el secreto para no desencantarles. No quiero ser aguafiestas pero me parece un lío.
O sea que los adultos creamos unas figuras mágicas para complacer a nuestros hijos, a sabiendas que tendremos un día que desmentirlas (hecho que nos causa ansiedad) pero esa mentira se vuelve contra nosotros, ya que nos obliga a mentirles más y más y obliga, sobre todo a nuestros incocentes vástagos, a mentirnos a nosotros también para no decepcionarnos, por lo tanto, a perder la inocencia por aparentarla.
O sea que sí: soy una aguafiestas.
Siento opinar que la inocencia de un niño no se mide según la cantidad de mentirijillas piadosas que le podamos contar. Creo más bien que la inocencia se pierde cuando uno se da cuenta de que no puede confiar del todo en padres que creen que un niño necesita una mentira para ser feliz.
Me explico... o me vais a linchar: Estas tradiciones me parecen muy bonitas. Es más, que un niño crea en la mágia, sea la de Navidad o cualquier otra, me parece fantástico. El poder de la imaginación es la mejor herramienta para entender una realidad, a veces cruel o brutal, y por eso es también importante dejar que sueñen o lean, que cuenten cuentos y demás.
Lo que quiero decir es que no creo que haya que recurrir a estratagemas para disfrutar de estas historias. Una leyenda es una leyenda y se puede entender como tal. Luego, el niño mismo tiene la posibilidad de soñar y trasformarla a su antojo, de crearse un mundo maravilloso, como cuando lee Caperucita Roja: sabe que un lobo no habla, por lo que no hace falta escondérselo a base de secretismo. El niño asimila el cuento a su nivel y lo disfruta.
Siendo madre de un niño de 10 años os puedo garantizar que nunca hemos fomentado ninguna mentira respecto a la Navidad y que, con 4 años, él mismo preguntó de dónde venía el papa Noel y le dije la verdad, pidiéndole, por favor, que no lo comentara con los que seguían creyendo. Eso no ha cambiado nada en cuanto a la inocencia de mi hijo ni al poder inmenso de su imaginación: es un chico que crea y cree, se ilusiona, disfruta y sigue poniendo comida a los renos de papa Noel, y canta y se ríe como cualquier hijo de vecino, pero su mamá no tiene que sufrir por los cuentos chinos que le debiera contar para que siguiera ignorando el secreto (ya os decía yo que, a final de cuentas, se trataba de complacernos a nosotros mismos como padres).
Paradójicamente veo a mamás que no saben cómo salirse de las mentiras que han estado contando durante años, cuando, por fin, se les hace la gran pregunta sobre si existen los Reyes Magos. Las veo perdidas, enfadadas y decepcionadas. Será que ellas se lo habían creído ¿o qué?
Broma aparte, cuando vuestro hijo (según su ritmo) os pregunte si DE VERDAD existen los Reyes, tendríais que estar agradecidos de que él o ella haya adquirido cierto espíritu crítico y una consciencia más clara de la abstracción para poder realmente meditar sobre este tema. Mientras no lo haga, podríais estar agradecidos de tener hijos con un imaginario potente.
O sea que agradecidos, siempre... y no perdidos en mentiras: no hace falta.
Para mi, lo importante es poder seguir creyendo en la belleza de la vida, en la bondad de los desconocidos; y disfrutar de las leyendas antiguas e intentar regalar todo el afecto que podamos. Mi hijo nos regala también cosas para Navidad: manualidades, dibujos y cosas creativas que le salen del corazón. Sabe tambien que sus padres tuvieron que esforzarse mucho para que recibiera regalos y lo agradece más, creo, que si viniesen de un trio de tíos barbudos anticuados y forrados de dinero. Sabe también que debe respetar la creencia del niño catalán - que espera al Caga Tió - y del belga que piensa en su saint Nicolás. Sobre todo espero que sepa que la vida misma es mágica y brillante, que hay que disfrutarla al máximo buscando, si es posible, el tesoro de la bondad.

Isabelle Toussaint
Ilustración: Léon Martí Toussaint